miércoles, 25 de marzo de 2015

Entrada semanal

Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos por descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí, sin pedir nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que hacer mucho para currárselos. Es el querer de una madre, sí, pero también cualquier amor que llegue demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado incondicional, ése que cuando te vienes a dar cuenta de que lo tenías, te giras y ya no está. Y es entonces cuando empiezas a echarlo de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no se le puede corresponder… ni apartar.

Y es que no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el amor propio, el amor a uno mismo. Ése que alguno confunde con soberbia o prepotencia y a otros les da vergüenza manifestar. Lo necesario que es pasar más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo difícil es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un poquito más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y comprobar que cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban refugiándose un poco más allá.

Y así no es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos enamoramos y hacemos ver que nos da igual. Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede elegir la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismos, tratando de convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha dejado de escuchar.

Dentro de este ramillete improvisado de amores nocivos, no podíamos olvidar los que encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los yonkis de la intensidad. Es difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo consiguen. Y entonces qué. Porque destruirse es como acariciarse: por muy bueno que seas contigo mismo, siempre hay alguien que lo hará mucho mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú no llegarías jamás. Y es que nadie me hiere como tú.

Y para terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la inmensa horda de amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería, porque a nadie se le ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas que cenan siempre en silencio. Parejas que si se cuentan el día, lo hacen como quien repasa sin hambre la carta. Parejas que han olvidado que el hecho de hablar no tiene nada que ver con el acto de comunicarse. Para lo primero basta con mover la boca y emitir fonemas. Para lo segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.

Y hablando de ajenos.
Por muy mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario