Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos por
descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí, sin pedir
nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que hacer mucho para
currárselos. Es el querer de una madre, sí, pero también cualquier amor que
llegue demasiado pronto, demasiado fácil, demasiado incondicional, ése que
cuando te vienes a dar cuenta de que lo tenías, te giras y ya no está. Y es
entonces cuando empiezas a echarlo de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no
se le puede corresponder… ni apartar.
Y es que
no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el amor propio, el amor a
uno mismo. Ése que alguno confunde con soberbia o prepotencia y a otros les da
vergüenza manifestar. Lo necesario
que es pasar más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo
difícil es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un poquito
más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y comprobar que
cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban refugiándose un poco más
allá.
Y así no
es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos enamoramos y hacemos
ver que nos da igual. Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede
elegir la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismos, tratando de
convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha dejado de
escuchar.
Dentro de
este ramillete improvisado de amores nocivos, no podíamos olvidar los que
encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los yonkis de la intensidad. Es
difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo consiguen. Y entonces qué. Porque
destruirse es como acariciarse: por muy bueno que seas contigo mismo, siempre
hay alguien que lo hará mucho mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú
no llegarías jamás. Y es que nadie me hiere como tú.
Y para
terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la inmensa horda de
amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería, porque a nadie se le
ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas que cenan siempre en silencio.
Parejas que si se cuentan el día, lo hacen como quien repasa sin hambre la
carta. Parejas que han olvidado que el hecho de hablar no tiene nada que ver
con el acto de comunicarse. Para lo primero basta con mover la boca y emitir
fonemas. Para lo segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.
Y
hablando de ajenos.
Por muy
mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario